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sábado, 9 de agosto de 2014

Era una Reina de tetas negras, la que gritaba a viva voz, con fuego en la garganta, palabras que no entendía.
Escondida entre las llamas azules de una fogata, bailaba al ritmo de un compás monótono e hipnótico.
Yo, desde mi lugar en una ronda de cuerpos, observaba como el sudor caía por su figura ferozmente esculpida, marcado por enormes cicatrices de guerras o amores pasados.
Embobado por las perlas que colgaban de sus pezones erectos, me sumergí, lentamente, en la cólera profunda y fatua de mi amor por las mujeres y decidí dar rienda suelta a mi anatomía.
El fervor de la fiesta que me rodeaba era tal, que mis extremidades se fueron soltando, declarándome la independencia y en un impulso sorpresivo, me uní a los danzantes, hijos de la noche.
Jamás, en mi corta vida, observe semejante festín lujurioso.
Los cuerpos desnudos, bailaban por la tierra y húmeda de la selva, fundiéndose con los cantos y sombras, guiados por la sensual voz de la Reina de tetas negras.
La luna, nos observaba con ridícula sutileza, escondida entre los pliegues de su enagua negra. 
Hombres y mujeres, mezclados en una pegajosa y erótica pasta, muestran a las estrellas una coreografía desenfrenada, a la cual, según ellos, me tenía que acoplar en tiempo y espacio, para poder ver a sus deidades, "Los Azules".
Con la cara pintada con barro, me sumergí, sin pensarlo, en las aguas oscuras de la danza y sin dejar de observar a la reina, comencé a bailar en completo éxtasis.
Paso a paso, mi cuerpo entero cedió frente al gigante frenesí y largue una carcajada. Todos, en coro, me contestaron con otra. Hacía ya mucho tiempo, que no me sentía tan bien.
De pronto un silencio castrador, arrancó las alas de la danza y todos quedamos inmóviles.
Un humo violeta emergió desde las entrañas del fuego, y creció enormemente, tres metros hacia el cielo.
La Reina negra, de dientes de oro y ojos oscuros, tocó su sexo, y comenzó a gemir, moviendo de un lado a otro, sus enormes pechos, el golpe de la carne de sus pechos contra la transpirada barriga de la ninfa, generó un sonido que superaba cualquier tambor, cualquier risa.
-¡Ahí vienen!- Gritó en un castellano con dejos de portugués.
Sin dudarlo un segundo, alcé la mirada, y mi cara manchada con barro ya seco, comenzó a drenar un sudor de extremo pavor, mi corazón se agitó y el brillo, de lo que parecía un inmenso avión, baño todo mi cuerpo encerrándome en un círculo de luz.
Sin tranquilizarme, observé que era el único que permanecía de pie. la voz de la Reina, que por cierto, jamás olvidaré en las noches de soledad, escupió mi nombre, obligándome a ponerme de rodillas y hacer una reverencia.
Una voz distorsionada y amplificada que salía de aquella gran nave, calló a todos los bailarines hijos de la naturaleza.
-¡SEÑOR RELVAR, SEÑOR RELVAR!¡POR FIN LO ENCONTRAMOS!.
Una enrome escalera se abrió paso entre el humo de la fogata y unos seres de uniforme azul, comenzaron a decender. Todos portaban unas armas que reconocí enseguida.
Un golpe de conciencia arrebato mi perdida cabeza, y sin dejar pasar mi aliento, comencé a correr, saltando cuerpos y brazas y me metí en la selva que nacía enfrente de mis ojos, sintiendo como el pis corría por mis piernas.


Marco Spaggiari






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