Si te digo que te extraño.
Si te digo que sueño con los jardines que vos me prometías,
con la pérgola, los gnomos de yeso.
Con los verdes y los celestes.
Con la casita de madera.
Con niños.
Al ver mis muñecas, aún marcadas, por la violencia de tu
amor, la extraña sensación de desamparo y soledad, me hunden en el barro de los
sentimientos fogosos, ahogándome en lágrimas promiscuas y profundas.
Ya no te espero, jamás lo hice.
Tu sombra se situaba, en el portal que dividía mi casa del
mundo. Tocabas tres veces la puerta con tu mano poderosa y marcada.
Me pintaba rápido los labios de color rojo, sé que te
gustaba verme colorida.
Y al abrir, girando suavemente el picaporte dorado, tu
mirada colmaba mi cuerpo ofrecido a tu voluntad.
Me perdía en tus brazos ennegrecidos por el carbón, en tu
ropa sucia y desalineada.
Si te digo que jamás te mentí.
Si te digo, que la rectitud de mi amor, fue intachable.
Te invite a pasar, regalándote una sonrisa blanca. Te ofrecí
lo poco que podía ofrecerte.
Un café.
Un poco de música.
Mi cuerpo danzante.
Vos te reías, me acuerdo como si hubiera sido ayer. Tosco y
humano, me preguntaste, si de verdad mi calefón se había tapado.
Yo te respondí que no. Que me perdones, pero que no podía
seguir con el nudo en la garganta, que te tenía que ver, que quería que me
inundes.
El silencio de mi habitación, refleja el olvido obligatorio
y el recuerdo incisivo.
Debajo de las sábanas, delante de mi ombligo, arriba de mis
rodillas, mis manos se posan delgadas y veloces. Alaban el tempo, corroído por
sentimientos que aún me humedecen.
Me toco.
Me toco sin tocarme, me fundo con el sol de la mañana, con
el frío. Tirito y muevo bruscamente mis dedos de los pies.
Aún sigo sintiendo tu lengua en mi cuello, la saliva, el
aroma a motor, a queroseno.
Rápido me dijiste, que tengo más clientes.
Rápido que me tengo que ir.
No hubo gritos, ni risas, si suspiros, si arcadas, ni amor.
Marco Spaggiari.
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